diumenge, 22 de gener del 2012

Islandia

Compañía La Veronal
SAT- Sant Andreu Teatre, 21/I/2012

Cómplices

Uno de los retos todavía vigentes del análisis que el filósofo contemporáneo Michel Foucault hizo sobre las redes de poder, tiene que ver con las responsabilidades individuales en el mantenimiento de aquellas estructuras. Es lo que venía a denominar “la microfísica del poder”: la afirmación que no existe un supuesto mando central al que todos obedecemos (algo así como un banco central de especuladores, si tuviéramos que traducir aquella consideración a los recientes acontecimientos) sino un doble proceso de encaje, en el que por un lado se fue produciendo una delegación social de las potestades individuales en la generación de autoridad (haciéndolas tolerables: esto es, democráticas), mientras la propia encarnación de esas delegaciones (el poder de Estado, por ejemplo; pero también el que se ejerce en las relaciones de pareja; o las del director de la sucursal de la oficina de ventas) se ajustasen a los parámetros sobre los que garantizar el bienestar colectivo.

Se comprende fácilmente la mala recepción que aquellas ideas tuvieron en el Mayo del 68 (en un París del que estuvo ausente porque en aquellos meses enseñaba en Argelia) o entre el incipiente movimiento gay de la época, al que se unió sin reparos años más tarde en San Francisco, pero al que siempre cuestionó que quisiera transformar la sociedad y no romperla en pedazos. Posibilidad ésta, eso sí, que siempre reconoció imposible en los parámetros culturales del capitalismo burgués, habida cuenta de nuestras implicaciones personales en el mantenimiento de aquella estructura de orden.

Todo esto viene a cuento a propósito de Islandia, de la Compañía La Veronal. Un discurso (que no propuesta de danza) de una severa (y necesaria) crítica a esta Europa en decadencia a la que asistimos casi impávidos, en la que el mercadeo de la miseria espiritual definitivamente ha ocupado el espacio de lo público. Y con acierto, como por ejemplo con las fotos fijas que los bailarines representan durante breves instantes, mientras en la pantalla se nombran diversos (y abyectos) personajes: desde políticos a famoseos esperpénticos, en las que dibujan las miserias colectivas a las que las ansias infinitas de poder y la irresponsabilidad han llevado al viejo continente. Es un auténtico catálogo del horror con el que la pieza arranca sonrisas y hasta carcajadas, aunque todos sepamos que esos personajillos sólo son dignos de nuestro deprecio. Una invitación a vomitar de asco visto el tremendismo (y fidelidad) con el que La Veronal muestra el mundo en el que nos ha tocado vivir.

El trabajo de los bailarines es el responsable de ese acertado retrato, con la creación de imágenes incómodas de cuerpos que se entrecruzan sin apenas sentirse; en movimientos a ratos enrevesados, implacables y ejecutados con determinación y convencimiento. La labor de esta gente es ciertamente comprometida con el deseo de explotar en expresividad. Y el impacto en el espectador compensa -aunque sean pocos los ratos- de un exceso de discurso verborreico tendenciosamente modernillo e incuestionablemente vacío de propuestas.

Y es que Islandia acaba siendo no mucho más que un telediario de locutores multilingües en un fondo de escenario. Como para despistar de lo que verdaderamente importa: sus bailarines. Con un discurso de denuncia perfectamente tolerado por aquellos a quien pretende indignar. Quizás porque se nos olvida que aquel sistema de poderes simplemente existe porque somos todos nosotros quienes lo amparamos.




Coreògraf de topònims

El Punt/Avui, Bàbara Raubert Nonell


Marcos Morau és quasi genial. “Quasi”, perquè no seria just aplicar un adjectiu tan gran a una persona tan jove i amb tant de camí per fer. A Islàndia, la cinquena de les obres amb nom de país que ha creat, dirigeix la seva mirada fresca i moderna sobre la realitat immediata, i treballa els elements escènics amb una mentalitat recicladora totalment necessària avui.
El nom d'Islàndia no és atzarós, és el lloc on ser avui, un país que està experimentant una nova democràcia per sortir de la crisi mundial, i que hi està reeixint. De la mateixa manera, Morau busca les arrels de l'experimentació artística per sortir de l'atzucac de la modernitat, reflectint les necessitats de la societat junt amb les individuals com a artista i davant d'un públic necessitat també de solucions.
Per fer-ho, segueix el mètode paranoicocrític dalinià d'associació lliure d'idees. Dos cossos estirats representen John Lennon i Yoko Ono, després els amants de Terol i, quan es posen l'un sobre l'altre són Franco i Primo de Rivera. Jesucrist clavat a la creu es converteix, amb un lleuger moviment, en el mascaró de proa del Titànic. Petites baules d'un encadenament surrealista que revela grans veritats.
Revela, de base, que aquesta necessitat teatral respon a la necessitat de simplificar la complexitat que ens envolta en uns pocs passos i escenes concretes. I tota aquesta reflexió, tot aquest caos surrealista, està meravellosament enllaçat i repartit entre una pantalla que projecta els pensaments de l'artista i el públic; una taula presidida per cinc caps pensants i actuants, i quatre ballarins meravellosos, amb una fonamentada tècnica clàssica posada al servei de la desconstrucció estructural i el desmembrament corporal. Tots de blanc, com un paisatge nevat i enlluernador, són un viatge obligat.

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