divendres, 17 de gener del 2014

Lo Real

Israel Galván
Mercat de les Flors, 16 de gener de 2014

© Javier del Real

¿Es posible bailar después del holocausto?

Israel Galván danza contra el olvido: el exterminio de miles de gitanos durante el nazismo. Y lo hace en una obra mayor, con pasos de gigante, ocupado en una labor a la que impone el deber ético de no olvidar. Rodeado de una quincena de intérpretes sobre el escenario entre cantantes, músicos y actores, lo lleva a cabo en una escenografía que dibuja el vacío durante la hora y media que dura la pieza. Un espacio ocupado por el recuerdo de todas y cada una de las personas a las que homenajea. Es un brindis hacia el pueblo gitano; también una apelación colectiva a la memoria histórica: pero sobretodo una lección artística en toda regla por la profundidad de su quehacer y, a la vez, la suavidad de su argumento danzado. Es posible aún bailar -parece decir- porque es la vida la gran triunfadora: pese al dolor, la ignominia y la barbarie.

Lo innombrable puede señalarse, pese a que no se disponga de las palabras adecuadas para hacer un buen despliegue conceptual. Para hacerlo solo nos limita la perseverancia del dolor, aún de aquellas escenas no vividas de manera particular pero de las cuales tenemos el recuerdo colectivo (por eso la imagen de cine está presente en la pieza). Para hacerlo bastará fijar la mirada. Esta es la gran apuesta de “Lo Real”: solo en clave de futuro. Redimirse: vivir contra el olvido.

La pieza está distribuida en diversas partes: tanto el prólogo como la sección final son un corolario. Danzar pese a la muerte, explican. Israel Galván es gesto impetuoso, ruptura, extralimitación, enlace y materialización. Su baile transporta sabiduría legendaria mientras pugna por su modernidad. Encarna espíritus invisibles en lo limitado de sus poros y explota sentimientos, rendido y exhausto. Ver como en los fragmentos en los que no es protagonista de la pieza hace discretos estiramientos contra la pared del fondo del escenario del (¡por fin!) reformado Mercat de les Flors, da la magnitud exacta de su arte: gigante enfundado en apariencia de lo común.

El trabajo es colectivo: Belén Mayo e Isabel Bayón acometen momentos lúcidos de baile. Con zancos sobre el escenario; o entrelazada con la valla que representa el campo de concentración; o en las escenas cotidianas que recrean la vida que les fue negada en el entreacto -unos minutos que quedan compensados solo con el objetivo de relajar el ambiente-. Los músicos y el equipo técnico se muestran siempre solícitos a las necesidades de la composición. La construcción escénica y la dramaturgia, que todo lo explican con sencillez y es imprescindible en esta pieza, son de Txiqui Berraondo y Pedro G. Romero, además de Galván.

Nada pudo con un pueblo que celebra cada cante como si fuera su última oportunidad. Seguir bailando, efectivamente, es lo único posible.




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Crítica de La Vanguardia Digital: De los muertos nacen flores de Albert Lladó 17/I/2014


Hasta el domingo. Israel Galván, acompañado por Belén Maya e Isabel Bayón, presenta en el Mercat de les Flors Lo Real, un trabajo que ahonda en la memoria, la persecución y exterminio del pueblo gitano por parte del nazismo.

Lo de Galván no es mezcla, ni fusión, ni una relectura del flamenco clásico. Ni siquiera podemos hablar de sello propio (no hay timbres para una heterodoxia tan radical). El público catalán ya le conoce, gracias a piezas como La Curva o La Edad de oro. Aparece sin camiseta, con tirantes, con una pierna del pantalón arremangada. Es el prólogo. Mano alzada, a lo nazi, hasta que el gesto se marchita como se marchitan los dogmatismos. Sus brazos son látigos. Comienza una relación de fuerzas entre el castigo, la huida y el nervio de una vida que se resiste a ser borrada del mapa (el nomadismo no impide la identidad).

La guitarrísima española de Chicuelo. El cante de Tomás de Perrate y David Lagos. Nunca hasta ahora Galván había estado tan acompañado en el escenario. Atrás, una conciencia de coralidad. El hombre, sólo y humillado, arrastra un pasado y una herencia a la que no piensa renunciar. Como en la canción de Antony and The Johnsons que le inspiró, Galván defiende que “de los muertos crecen flores”. Dolor y belleza, contenida y dinamitada, en una obra cargada de imágenes que nos trasladan a innumerables referentes. Hay una señal que se repetirá durante el montaje, el ojo mutilado por Buñuel en Un perro andaluz.

La mirada se transforma en la propia herida, como en el autorretrato de Victor Brauner. Y es que la huella del director artístico, Pedro G. Romero (la dirección de escena es de Txiki Berraondo), vuelve a conectar el espectáculo con una estética que reúne todas las (in)disciplinas artísticas. Galván se interesa por lo primitivo como los surrealistas lo hacían por las máscaras. Hay el mismo grado de tentativa que de antropología. Kafka -autor que ya abordó en su lectura de La metamorfosis- y el cuerpo diferente, mutatis mutandis, que se tuerce y contornea como en las fotografías de André Kertész. Escuchamos ecos, a su vez, del último Enrique Morente, estremeciéndose ante el Guernica, o de la desolación ante los edificios en ruinas de Polanski. Patea un piano destartalado (la cultura es un documento de barbarie, nos dice Benjamin), como haría la poética de Carles Santos, o se planta, inmóvil, para representar, en flashes, todos los cubismos de Juan Gris. Israel Galván digiere y suda, sí, toda la historia del arte.
El filósofo francés Georges Didi-Huberman, asombrado por lo que hace Israel Galván, le dedica el ensayo El bailaor de soledades (Pre-Textos, 2008). “Será estatua, pero como empujada por un movimiento de caída hacia delante”, advierte. A través de las palmas y los pitos, descubre “el conflicto entre la fluidez y acentuación”.

Didi-Huberman sostiene que el bailaor “extrae su potencia de un pensamiento interno de la estética flamenca, vinculada por tradición a la tauromaquia y para la que enfrentamiento, perfil y desvío constituyen parámetros fundamentales”. Galván es un torero que enviste, que apunta y dispara, un delantero centro que intenta rematar de cabeza. Precisamente son algunas de esas figuras las que impiden (por milésimas) que definamos como obra maestra Lo Real. Podemos hablar sin sonrojarnos, en pleno siglo XXI, de genialidad. Pero hay una matriz que puede pasar, sobre todo para los que ya le han visto antes, como mero recurso. Podría realizar esa instantánea tanto en esta obra como en otra. La brutalidad incontestable de su propuesta emerge cuando muta, literalmente, en un gitano perseguido por el odio. Corre, espantado, ante los focos, se fuga por un túnel improvisado de madera, golpea una plancha de hierro que ha sido su celda. Y una de las imágenes más bellas: unas columnas de hierro, ahora en horizontal, son los raíles del tren que transporta a los deportados.
La mujer –hay un yin y un yang en Lo Real- baila entre unas cuerdas que son, a la vez, un cuadrilátero de boxeo, un pentagrama, y la alambrada eléctrica que da la bienvenida al emigrante.

Pero, insistimos, de los muertos nacen flores. El pañuelo en el cuello de él, los zuecos de ella... son signos de un profundo sentimiento de pertenencia. Como es habitual en Galván, el humor aparece, sin avisar, justo después de un movimiento sublime. La cotidianidad, el lavar la ropa, una suerte de cabaret, y la fiesta en medio de la amenaza. Una fiesta estridente. El violín de Eloisa Cantón suena al mundo de Emir Kusturica. Entran en combate el saxo (Juan Jiménez Alba), el piano (Alejandro Rojas) y la batería (Antonio Moreno) en un diálogo imposible.

Las camisetas blancas del pueblo perseguido, el beso y el juramento. Los campos de concentración se parecen demasiado a los actuales centros de refugiados. Qué hemos hecho con Europa. Suenan frases incomprensibles en alemán, y alguien recuerda que no se abandona un hogar por divertimento. El bailaor cuida la extraescena tanto como la coreografía, y mientras sus compañeros protagonizan el momento, él permanece de cara a la pared, a oscuras, llevándose consigo el sufrimiento representado. Vuelta a lo físico. Hay un regreso a la condena. Galván, después de hora y media de sacrificio, se descalza y golpea el suelo con el empeine desnudo.
Didi-Huberman afirma que Galván convierte cada paso en pase, y explica que passus, en latín, es participio pasivo de dos verbos: pando, que significa “abrir, desplegar, extender”, y patior, que puede traducirse por “sufrir, padecer, abandonarse”. El bailaor, sentencia, es contemporáneo tanto de las inmemoriales tonás como de Matrix. Ése es su tiempo. El sonido, un quejío metálico detrás de un muro negro. A ver si lo escuchamos.

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Reseña en Le Cool: Lo real, by Israel Galván de Alicia García Núñez 16/I/2014

“Él sabe que bailar puede volver loco”, dijo Georges Didi-Huberman, filósofo francés que recorrió el mundo viendo bailar a Israel Galván, refiriéndose a su forma de concebir la creación en el libro “El bailaor de soledades” (“Le danseur des solitudes”). Si hay un bailaor actual en este país es Galván, y si hay que dinamitar estructuras, se hace desde la base, conociendo el rigor del movimiento clásico. Eso sí, deconstruyendo lo viejo y la tradición. Él es vanguardia, con sólo un gesto afeminado de muñeca, cuando renuncia a dar un remate de más para conseguir el aplauso final del público o cuando, es más, le da la espalda. Es una relación extraña, la que establece con nosotros desde el escenario. Nos gusta incluso más por eso. A una semana de los pases de su nueva creación, “Lo real”, las entradas para verle en el Mercat de les Flors estaban prácticamente agotadas (por lo que si quieres verle, corre). En “Lo Real” y, por esta vez, no está solo. Le acompañan al baile Belén Maya e Isabel Bayón (si Israel fuera Premio Nacional de Danza en 2005, Isabel ha recibido este mismo reconocimiento en 2013). Bajo la dirección artística de Pedro G. Romero (artista multidisciplinar, ensayista, crítico de arte y especialista en flamenco) han trabajado sobre un proceso difícil, como es el exterminio de los gitanos bajo el régimen nacionalsocialista en la Europa de los años 30 y 40. La muerte se hace su hueco, pero también lo hace la fascinación, aquella que sentían los nazis por el pueblo y el folklore gitanos. El gran heterodoxo del flamenco es consciente de que las sombras son parte esencial del engranaje, y se adentra en ellas por fragmentos, piezas conexas de un todo que conforman los tres bailaores, con Tomás de Perrate y David Lagos al cante, Chicuelo a la guitarra y otros tantos músicos al saxofón, piano, percusiones y violín. Galván sabía que con “Lo Real” se trataba de bailar lo imposible, sintió ansiedad al concebir el espectáculo, pero era necesario “bailar con alegría, porque a la máxima muerte había que sobrevivir bailando”. Con ello continúa la línea de investigación comenzada con “El final de este estado de cosas”, 2007, donde abordaba el Apocalipsis, estados en los que la vida y la muerte son una y distinta cosa. Las sombras, la creación desde la víscera que nos fascina. La experimentación trabajada con meticulosa rigurosidad.
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Crítica de La Vanguardia: Verdad aumentada de Joaquim Noguero 18/I/2014


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Crítica de El Mundo: Cortado a navaja de Rosli Ayuso 18II/2014




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